LA INQUILINA


MARIA ANGÉLICA ARANCIBIA

Esperanzado, nada tengo. Un viento,
acaso, que me enlaza a lo lejano.
(Rafael Guillen, poema la espera y esperanza.)

“Así como el paisaje puede cambiar y las estaciones responden a circulares ciclos de vida y muerte, algún día nos volveremos a cruzar...”

Eso era todo lo que se leía en aquella hoja arrugada. Trescientas sesenta cartas respondieron a aquella nota. Una para cada día. La trescientas sesentaiunava no existió.

Feriado de viernes santo. Alrededor de las nueve de la mañana, un montón de gente se posa aglomerada en la puerta de la casa; una construcción sobre la calle Alexandre, remodelada las veces necesarias como para sobrevivir al deterioro de décadas, y que resaltaba por su tamaño y los arces dispuestos como cerca, que desnudos aún, ostentaban brotes que anticiparan un frondoso verdor estival.

De pronto en la puerta principal se ve aparecer una mujer rolliza, es la dueña de casa, quien trae a su largo y negro gato apretujado por su grueso brazo contra el pecho. Perturbada por la muchedumbre, saca la mitad del torso por la puerta entreabierta y estira su brazo para colgar un pequeño letrero:
“Cuarto disponible para alquilar.”

—Intentó estrangularse —Se escuchó una voz gangosa— Anoche, pasaba en mi patineta y pude ver una sombra colgada, se movía como un péndulo, pero entre la soga y sus huesos, yo creo que ganó su peso. —Agregó al final con una mueca sardónica, el vecino pecoso que vivía en la siguiente esquina.

—Se va a ir directito al infierno, se los garantizo, ¿acaso no sabía que la vida es prestada? .Una gracia en deuda, —decía con ímpetu una señora famélica y canosa, aplastando con el pie el cigarro que había terminado recién de fumar, persignándose azorada mientras hablaba.

—Yo que creí que ese cuarto con una sola ventana no era habitado —Agregó el abuelo del frente perplejo rascándose la barbilla, quien cada mañana al igual que muchos se asomaba a su ventana, contando los días para salir a celebrar el preciado sol primaveral, convirtiéndose en razón de alegría colectiva después de un largo y blanco invierno.

— ¿Qué se llamaba? ¿Y si era una espía? ¡Imagínese! deberíamos denunciar a cualquier sospechoso, por el bien de la comunidad— Agregó la cajera que atraída por la curiosidad había dejado su tienda abandonada.

Toda la cuadra ya tenía algo nuevo de que hablar, y pasaban por la calle mirando la casa
vieja con cierta curiosidad morbosa. Pero yo, no tengo mucho que decir, sólo doy testimonio de los acontecimientos sucedidos antes de que haya vacancia para un nuevo inquilino, antes de aquel viernes santo.

Puedo ver aún muy nítida a Matilde, la inquilina del segundo piso. A veces el evocar es como releer pergaminos bajo la llovizna; pero ella está tan fresca, como mezcla reciente de concreto y al tocar su memoria, temo queden impresos rastros inevitables de mis huellas.

Como toda buena criatura hecha de hábitos, Matilde dejaba después de la quinta taza de café el escrito del día encima del escritorio-comedor; alzaba la mirada para escudriñar velozmente todas las vasijas, al final cualquiera podría ser urinario, en vez de tener que salir al baño que era común para los inquilinos del piso.

Evitaba salir de su pequeño cuarto; pero lo hacía cuando su humor se expandía, era necesario todo un ritual para recuperar la corporeidad y salir de allí como ser humano.

—Cuanto tiempo tendríamos si no tuviésemos que ocuparnos de tantos orificios —protestó, apretando los muslos— ¡Nadie a la vista! —Y salió Matilde al baño corriendo en puntillas, arrancando desdeñosos crujidos al reblandecido piso de madera de aquella casa solariega.

Matilde dejó de ir a trabajar, el clima ya no podría ser excusa. El invierno se retiraba, y de él quedaba trozos de hielo sucio en las aceras que se iban adelgazando con lentitud.

— ¿No pagas impuestos? ¡No aportas a la economía¡ estas a un lado de la sociedad, podría creer que “no existes”. —Dije en voz alta; pero ella ni siquiera parpadeó ante mi comentario.

Parecía haber perdido el interés por las cosas materiales. Como un espectro, se asomaba a la ventana, luego la veía escurrirse hasta la cocina común —cuando los demás inquilinos se habían salido— para hervir granos de maíz. Podría decir que a veces en algo se parecía a mí; otras, deseaba que se mudara y deshabitara este espacio.

Creo haber sido tolerante. Una vez soplé con fuerzas las cortinas, las hice suspender, y flamear como tentáculos de seda, cuando no era posible brisa alguna para justificar aquello. ¡Nada! sólo obtuve una aparatosa carcajada. Infló las mejillas, exorbitó los ojos y escupió todo el café en las cortinas. Confieso que nunca me sentí tan abochornado, sin embargo había algo en ella que domesticaba mi naturaleza.

Afuera se oía gritos y golpes, era la dueña de casa que peleaba en los pasillos con la escoba y su gordura. Seguro el gigante y viejo gato, mi eventual compañero de juegos, se enredó entre los hilos del vestido de su ama. Venía a barrer la puerta de Matilde para recordarle cuando pasaría el basurero y el número de meses de renta sin pagar.

—Estas porquerías sólo me hacen más tonta, ¿a quién le gustaría andar adormecido? — Interrumpe la voz Matilde para vaciar un frasco de pastillas al inodoro, haciendo muecas burlescas. A veces cuando me guiñaba un ojo, me hacía al desentendido. La veía recitar con mil ademanes para luego cantar quejidos de soledad, y yo, a su lado como audiencia.

Matilde no sólo apilaba recetas médicas como servilletas viejas, y dibujaba bosquejos sin forma, sino que tenía esa costumbre de llenar todo el espacio con cachivaches siguiendo sus oscilantes humores.

Colgó bruscamente el teléfono y en el rostro de de Matilde se dibujo un gesto que no supe reconocer.

—Va a llegar, ¿cuándo es viernes santo? —Alzó la voz, se veía algo contrariada, tenía adormecida las piernas, pues llevaba horas sentada en su escritorio frotando sus dos orbitas congestionadas y ojerosas. No me gustaba verla así.

—Habrá recibido tus cartas, habrán cruzado el mar. — Le dije— “Pues nada eres si no tienes amor” eso oía seguido decir a algún anterior inquilino. Lo peor sería que nadie ya crea en ti. Pero, ¡espera! esa persona, la que dices que va a llegar y tú esperas, ¡cree en ti¡ Tienes que ponerte bien Matilde. —Agregué con algún tono de entusiasmo.

Y después, como si Matilde fuese capaz de sintonizar mis buenas intenciones, pude ver un brillo repentino en sus ojos. Les digo: a partir de ese día, algo cambió en ella.

Pocos días antes de viernes santo, Matilde, la inquilina del segundo piso, traía en manos esa hoja arrugada. Era usual encontrarla de tiempo en tiempo, con los ojos fijos en cada oración, como hechizada por los sonidos que aquellas palabras hacían en su mente: “... algún día nos volveremos a cruzar”

Matilde parecía tener casi todo listo para ir al susodicho encuentro, guardó la trescientos sesentava carta escrita en su respectivo sobre. “El me dijo que llegará el viernes muy temprano” repetía incansablemente .

Con los primeros rayos del sol, vi a Matilde volver a leer aquella hoja ya tan gastada, la sacudió como queriendo arrancar las palabras escondidas entre las fibras del papel. ¡Nada! ni una sola letra más, ninguna luz que revelara lo que mezquinaba su vista, ni entendimiento que desnudara el artificio de las palabras. Dejó la hoja en la cama. Al parecer, esta había enmudecido en el sótano de su cabeza.

Dio el último sorbo a su cuarta taza de café, tal vez en la quinta encontraría la codiciada lucidez que da respuestas, pero sólo sintió un ardor en el pecho y el fastidio del sudor recorriendo los surcos de la piel. Sacudió tres veces el puño, sin lograr una sola palabra en el papel.

Matilde intentó leer unas líneas de Romanos 14 “Sostenme con un espíritu voluntarioso” mientras el corazón le temblaba acaso reconociendo algo parecido a la felicidad entre tanta congoja y mil cosas que ya no supo reconocer.

Confieso sentí lastima por ella. Volvió a tomar esas medicinas y parecía ser que se esforzaba. Sabía que me escuchaba, pero últimamente ya no me tomaba en cuenta, y yo Yerba Mala Cartonera
Cuentos de Trinchera detesto no me tomen en cuenta. Aburrida para mi gusto, igual que el resto, su alrededor se hizo más triste y sombrío aún, como si el espantar las alucinaciones la hayan dejado demasiado vacía. Ya sentía que su presencia me irritaba.

Matilde no encontraba palabras para escribir una siguiente carta, la trescientos sesenta y uno. Lo había hecho una para cada día. El sonido del teléfono la devolvió de sus cavilaciones

—Sí, entiendo, es lejos... —Parecía que contenía la respiración, mordiéndose los labios hasta sangrar. Sospeché en ese momento, que ese podría ser el inicio de uno de esos juegos que solíamos disfrutar a veces, pero no.

— ¡No vendrá! —Gritó Matilde, destrozando todo el cuarto, que hace segundos como nunca lucía muy bien ordenado, haciendo añicos el vestido de niña que pensaba usar.

Atizó en el basurero todas las cartas y al final tomó a la hoja arrugada, la estrujó en su puño, luego con pesar alisó el papel con ambas palmas y la humedeció con lágrimas.

—Odio estos segundos de lucidez, los odio porque duelen. Y el dolor de la locura no tiene cura. —Dijo al final como si hubiese encontrado un gran entendimiento de las cosas. Y mientras aquella débil llama en los papeles del basurero tendía lentamente su sombra como un indiferente bulto más.

¡Pobrecilla! Matilde no debió creer. Es que para los humanos estas nimiedades parecen tan importantes. Pero saben, es curioso, en ese momento, tuve un sentimiento muy raro, me ruboriza confesarlo.

—La vida parece ser un frágil equilibrio, ¿no Matilde? —Logré decirle al oído, le obligué escuchar. —Querida niña, ¿sabes? nada fue al azar. Qué decir del teléfono que en tu cuarto nunca se llegó a instalar, y de la hoja color arrugada que dijiste llegó por correo, cuando en realidad entró por tu ventana una tarde lejana, traída por el viento, ese que silba en los recovecos, y lleva en su regazo las hojas secas otoñales. Tú recogiste la hoja amarillenta de papel, y simplemente la hiciste tuya con avidez, escribiendo cartas que hablan de esperar. ¿Las cartas? ¡Oh sí! si estiras tu brazo, te darás cuenta que están apiladas junto al desfiladero de frascos vacíos de café, debajo de tu cama —Y esto último que dije creo que ella ya no alcanzó a escuchar.

Les digo, ella era ya miserable, no merecía ya ser de carne. Esto fue todo lo que aconteció, nada más que confesar. Y yo aún sigo aquí, en la antigua casona sobre la calle Alexander, esperando... puede que hasta tú seas un próximo inquilino para habitar. 

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