CARTA A LAURA


MARIELA VARGAS

Querida Laura:

En mi afán de poder comunicarme con usted, por fin he encontrado el momento preciso para escribirle algo más que mis soledades. Me alegra poder contarle que en los últimos días me he visto rodeado de amigos que, si bien han dibujado una sonrisa en mi rostro, también me han causado momentos irritantes. No encuentro paz en los rincones de esta casa y, como si se pusieran de acuerdo, todos ellos desaparecen. Es en esos momentos cuando pienso en usted. Tengo que confesarle que me ahoga el miedo –espero comprenda– no por cómo se fue sino por lo sucedido. Sin embargo, el motivo de mi carta no es recordarle ese día.

La veo constantemente rondar por los pasillos, delgada, frágil y silenciosa, deslizarse por las escaleras, las habitaciones, la cocina y el living. A momentos vuelvo a escuchar el bolero desde su habitación, entonces corro extasiado y tan sólo encuentro la puerta cerrada. El miedo que en estos momentos me invade es el verdadero motivo de mi carta.

Desde aquel día no he vuelto a escribir; cientos de hojas permanecen sobre mi escritorio, otras sobre la cama, cada una con largas frases que no siempre concuerdan. He leído estas frases a cada uno de mis amigos que, a propósito, se han ido adueñando de las habitaciones. Ana y Luis ocuparon el cuarto de mis padres, que todavía mantiene la misma decoración, al igual que todas las habitaciones en esta casa, las cortinas azules, la colección de autos a escala, las perlas en un joyero de cristal, la estola rosa gastada sobre el espejo de mimbre. Y en el ropero: los vestidos de seda tornasol de mi madre, los trajes oscuros de mi padre, que aún mantienen su aroma a cigarrillo, y varias fotografías colgadas en marcos circulares; estas fotografías definen el límite entre los recuerdos y el presente, limite que he ido perdiendo durante los últimos meses.

Un día les leí mis relatos. Luis llevaba puesto uno de los trajes de mi padre y jugaba con la colección de autos. Ana se mecía con la estola rosa frente al espejo de mimbre, cuando terminé de contar el relato permanecieron en silencio, con la mirada fija, luego hicieron preguntas obvias, para evitar decirme que en realidad no me habían entendido.

Después intenté compartir mis relatos con María, que estaba en la habitación contigua, sentada junto a la ventana. Nunca comprendí cómo podía disfrutar de una habitación inundada por la humedad, llena de grietas en el techo y manchas amarillentas en las paredes. El olor a naftalina emanaba del baúl cuando lo abría para jugar con los camisones y los sombreros de paja. Se quedaba tardes enteras viendo las fotografías de los viajes de la abuela. Esa era la habitación de la abuela.

María me escuchó en silencio, cuando terminé, sonrió sincera y sutilmente. Las partículas de polvo a través de la luz de la ventana empaparon su rostro. Me acordé de usted que siempre comprendía mis relatos, y que yo disfrutaba de sus atinados comentarios acerca de los personajes, mientras usted dejaba el vaso de agua y las píldoras sobre mi escritorio después de haber tomado mi presión.

María no dijo nada. Vi a César que pasaba por la puerta. Salí y comencé a leerle mi relato. Ni siquiera me oyó. Él estaba convencido que descubriría los años de la casa sólo viendo cada una de sus grietas. De nuevo me encontré solo, con los papeles en mano junto a las escaleras. Entonces escuché el mismo bolero desde su habitación. Creí que había regresado. Bajé apresurado por las escaleras, tropecé golpeando mi cabeza contra el suelo.

Igual que aquel día, escuché el mismo bolero, recuerdo haber permanecido varios minutos en el piso antes que usted apareciera con el rostro sudado y el pelo alborotado, antes de que me levantara del piso asustada, me llevara al living y deslizara compresas, alcohol y algodones por la herida de mi rostro varonil y desgastado.

Ese día estuvo tan cerca mío que agradecí el dolor que sentía en el cuerpo. Tengo que confesarle que comencé a preguntarme por qué escuchaba un bolero tan triste. Me llené de ansiedad y tristeza por no saber qué le sucedía. Siempre tenía el mismo sueño: usted bañada en lágrimas sobre la cama. Maquinaba en mi mente situaciones en las que la tenía entre mis brazos, limpiándole esas lágrimas y besándola. Cada vez que oía el bolero me quedaba junto a la puerta sin valor para acercarme.

Espero que usted se sienta feliz por mí. Mis amigos me han llenado de momentos agradables en los últimos meses; cada mañana iniciaban un juego nuevo junto a doña Francisca, que venía a hacer la limpieza –seguro recuerda cómo balanceaba su cuerpo robusto. Ellos se escondían en el baúl de la abuela, en la cocina, detrás de la enredadera de los ventanales del living, mientras yo abría la puerta y me escondía detrás de María. Doña Francisca se la pasaba gritando y buscándome, sin comprender cómo una sola persona podía causar tanto desorden. Entonces me dejaba ver para que se iniciara el juego. Ella trataba de embestirme como un toro enfurecido por los pasillos, mientras me gritaba que estaba loco, hasta que resbalaba y al fin reíamos a carcajadas porque la habíamos vencido.

Querida Laura, he vivido días felices en los que la lucidez no era un problema. Hace dos semanas fue mi cumpleaños. César hizo una cena exquisita, Ana y Luis decoraron el living con flores, llenaron las paredes con los listones que hicieron de los vestidos de mi madre. María se encargó de la música, puso unos discos de jazz que había encontrado en el baúl de la abuela. Nos deleitamos con la comida y un licor de menta, pasamos toda la noche a media luz. Ellos escucharon cada uno de mis relatos con atención. Después salimos al jardín, gozamos del cielo con la viveza de sus estrellas y permanecimos acostados en el jardín. Me quedé pensando en usted hasta el amanecer, en su delicadeza, sus cuidados y su tristeza. No quise lastimarla Laura. No quise entrar a su habitación aquel día, hubiera preferido jamás descubrirla así.

Pero el motivo de mi carta es, como le dije, el miedo que me ha invadido desde esa madrugada. Mis amigos han decido jugar con mis nervios: desaparecen en las habitaciones, en los trajes, en el espejo de mimbre, en el baúl de la abuela y en las grietas de las paredes. Ellos se han convertido en polvo. No quiero juzgarla como lo hicieron todos. No quiero hablar de lo que dijo mi hermana ni de los chismes de las vecinas.

Quiero hablarle del momento en que abrí la puerta y observé su rostro extasiado, de los genuinos gemidos que dejaba escapar de sus labios –espero comprenda mi rabia. Siento rabia, no hacia usted sino hacia mí mismo, por destruir todo cuanto había imaginado. Descubrir a ese hombre que introducía en la casa sin que lo sospechara. Verlo con los pantalones abajo, meciéndose sobre usted que apretaba su espalda con las piernas. Me odié tanto al descubrir que el bolero era una excusa para cubrir sus gemidos. Lamento haberla golpeado, haberme encerrado, que llegara la policía, que mi hermana la echara de esa forma y la noticia en el periódico, lamento la sangre derramada sobre el piso.

Esta es la razón por la que he sido tan extenso en mi carta: el miedo. Porque los pensamientos me invaden, porque no sé hasta cuándo me dure la lucidez, porque mis amigos han desaparecido y, gracias a ellos, el médico me ha dado su ultimo veredicto, porque voy a quedarme estancado, porque el tiempo pasa y las personas como usted continúan, porque ahora mi único oficio es escribir sobre un viaje hacia la nada.

Espero que esta carta llegue a sus manos. 

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