CADA VIAJE


JUAN PABLO SALINAS

Como si alguna consideración tuviera cabida al momento de abordar un colectivo, como si el tamaño de semejantes aparatos tuviera que ver con la comodidad del pasajero y como si la espera, pasajera también, se detuviera a marcarle un nuevo minuto al tiempo. Así divagas, cabeza, en la esquina, mientras varios son los que al caer la noche esperan.

En una esquina del centro de la ciudad, parado, Juan observaba los vehículos pasar como las manecillas del reloj de la catedral: circunspectas e indecisas. Una familia se impacientaba a unos metros de él, reubicando su posición en función de la aceleración del colectivo que venía bufando sobre la calle. Valga saber que sobre ella no importaban los límites y tampoco las señales. Lo único importante era llegar. Cada vez más se sumaban a esa carrera incontrolable, un juego de manos, pies y putazos. Tal la suerte del tráfico al puntear la noche que se tendía sobre las techos y las plazas. Las 7 de la noche, confirmaba una doña mientras pasaba, y Juan calculaba 20 minutos ya de espera.

La misma invariable esquina, pensaba, entre bocinas y Bob Marley al esperar el colectivo después de clases. Se apostaba a sí mismo si esa noche el semáforo podría detener a las máquinas. Pudo verlo aproximarse humeante a lo lejos. Un vuelco de volante, estremecimiento en la calle y una familia subió desordenada a media cuadra. Con el último pie adentro, arrancó el colectivo elevando sus ruedas contra el viento y al volante el chofer con orgullo: "El lobo del aire". Juan lo observaba estirando el brazo. Cuando parecía pasar de largo, en un movimiento brusco y devastador crujió y se detuvo para ofrecerle la puerta lo suficientemente cerca como para que, encogido de hombros, se lanzara y entrara.

Un pie sobre la escalerita y el acelerador encontró su más profunda ubicación. Juan ofreció una moneda, el chofer en dos movimientos la observó, dudó, la acomodó y finalmente resolvió el conflicto con un vistazo en el retrovisor. Estudiante, suspiró respirando tranquilo y subiendo el volumen de la radio que reconfortaba el viaje con tono grotesco y estimulante.

Juan adentro, caminaba indeciso sobre el pasillo buscando la mejor ubicación para sentarse, mientras sus zapatos lamían los chicles pegados en la plataforma y luchaban por mantener el equilibrio hasta llegar al asiento. Existía una exótica degustación en el metal del que se aferraba para mantener el paso y al sentarse, haciéndose más intensa la sensación interna del colectivo, miles de historias sumidas en el vaho que exudaba el cuero se introducían en la nariz de Juan.

Luces intermitentes de colores revelaban miradas sugerentes. Juan se acomodó la mochila sobre las piernas, había sido un día largo, y deslizó sus ojos por los costados. La señora de al lado lo observaba y con parca mirada indagaba dentro sus ojos, descendiendo por el cuello y bifurcando su mirada a la altura de los hombros, para recorrer los brazos y encontrar una mano oculta en la oscuridad que Juan reservaba entre sus piernas. Está debajo la mochila, rezongaba la Señora, arrebatada con el rítmico movimiento de ésta, mientras las luces recuperaban su estabilidad y revelaban mujeres pegadas en el techo y en las paredes que se dejaban pasear por los ojos de todos. Las mujeres sentadas se inquietaban. La mochila de Juan se batía en un movimiento incontrolable y la señora demostraba tensión en sus labios, a punto de. Esquina!!! Juan parecía haber encontrado lo que buscaba y entre sus manos un pequeño libro abría sobre su regazo. En la tapa había trazos de rojo, líneas amarillas y el colectivo se detenía en verde. La señora de al lado se tranquilizó, Juan la miró con resolución.

La avenida llena de luces, el colectivo apenas se movía, todos volvían a casa o la abandonaban, otros solo soñaban con ella y por el centro de la ciudad las luces corrían como si se persiguieran unas a otras. Juan observaba por el vidrio, lo empañaba y dibujaba pequeñas espirales. Al frente dos señoras intercambiaban miradas, carcajadas y una que otra palabra. Reían por inercia, por aburrimiento, por que el colectivo no se movía, luego repasaban las caras de los pasajeros y detenían los ojos sobre Juan, desatando una estrepitosa carcajada.

Desde atrás ¡Parada! Un niño iba por delante, otro berreando en los brazos de su madre o su hermana, en los brazos de una mujercita que hacia malabares para guiar también a un adolescente, que ausente de cualquier sentido de orientación, se aferraba a una de sus tetas y la seguía hasta la puerta. Borracho, masculló una señora y una sacudida puso en movimiento a la maquina.

Condorito etiquetado, consejero de buen viaje y poseedor de una admirable paciencia, comentaba un Señor detrás de Juan, mientras se acomodaba un sombrero de ala inflando los pulmones. ¡No escupas por la ventana! hazlo adentro ¡No ensuciar la movilidad! Entonces cágate por la ventana y en los pasajeros que van atrás. Así remataba el adolescente de su lado, mientras Juan observaba las viñetas ese dedo que apuntaba culpando, mucho más rígido que los demás.

Había un hedor a cuello juvenil en el pasillo. Largas clases inútiles y pocos tópicos interesantes, apuntaba una estudiante que después comentaba algunos tópicos legales de interés para los otros estudiantes que la circundaban afirmando cada frase que terminaba. Cierta actitud de roña en los pasajeros parados y una actitud cobarde y estreñida en sus ojos, el sabor a metal debe estar oxidándolos, reflexionaba Juan, mientras observaba las manos colgadas de las barras asidas al techo. Sentía que el espaldar era una lengua que babeaba sus costillas y las vértebras de todos los sentados.

El colectivo ya había abandonado el embotellamiento y aceleraba respirando por las ventanas, parecía inflarse. Las cabezas se batían tratando de no desfallecer antes de su parada. Todos se habían callado y a esa velocidad cualquier comentario parecía un desatino. Juan no podía bajar y ya se acercaba su parada, el viaje se le había hecho pesado, lo aplastaba, no podía pararse y pensaba improvisar una parada, con el próximo que baje se decía mientras cruzaba las manos.

¡Me Lo parA! Una mujer se paró y acomodando su blusa le hizo una seña a Juan. Aquí es donde bajo, decía Juan liberado de peso a la señora de al lado que lo miraba con fastidio y despego. Siguió a la mujer por el pasillo calculando no acercarse demasiado, atento a cualquier movimiento que confirmara su más oscura sospecha. Ella llevaba unos zapatos enormes que pisaban todo lo que encontraban a su paso, mientras sus hombros especialmente anchos volteaban a los pocos que quedaban maltrechos a su paso. Graciasss entre carraspeos pasando por el flanco del chofer dijo mientras se agarraba el cabello al
bajar por las escaleritas. El chofer la observaba con desconfianza y calentura, y detrás de ella, Juan aprovechaba también, llegando rápido a la escalerita, mientas una persona interrumpía su bajada. Juan siguió a la mujer con la mirada mientras ella caminaba torpe sobre la acera, deteniéndose a la altura de un poste en posición de espera. Juan se hizo a un lado mirando extrañado a la persona que lo
interrumpía y le decía: Juan que estás haciendo. Juan extrañado, extendiéndole una mirada de confianza le respondía: En casa te cuento. 

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