DE LÁGRIMAS Y RODILLAS


ANTONIO AYALA

A Samily

¿Cuál es tu problema?” –Se escuchaba desde el otro lado del cuarto– “Si tienes ganas de pelear, no tengo por qué escucharte.” Él la miraba, ahora en silencio, con el reproche entre los dientes, interrumpido por aquella pregunta que tanto conocía. Adivinó, con ajustada seguridad, que la pregunta no exigía respuesta. Ella, con mucho esfuerzo, se llevaba las manos al rostro. El llanto que derramaba parecía no avergonzarla, en absoluto.

Una blusa verde con un ligero escote, el pantalón ajustado como a él le gustaba y unas zapatillas cafés que solo ella podría calzarlas con tanto carácter, eran el condimento ideal para alimentar el malentendido. Él sabía que, al otro lado del cuarto, estaba ella: solidariamente atractiva. Alguna vez discutieron de manera similar, pero nunca – hasta ahora – tuvo que enfrentarse a ese llanto tan frío e inescrutable que veía en ella. Normalmente ella disimularía sus lágrimas, sinónimas de una debilidad inaceptable para su orgullo. Esta vez no sería necesario. Un sentimiento ajeno a la tristeza, era el causante de tan salada manifestación ocular. "Si tienes algún poema en el bolsillo, ahora sería buen momento para obsequiármelo", le dijo, más resignada que expectante. Él dobló las rodillas hasta alcanzar el suelo. Una vez acomodado, empezó a revolver los papeles que allí se encontraban, esparcidos y arrugados, indistintos al contenido. Recordaba que algo parecido a la exigencia de su pareja, descansaba oculto en su desorden, mientras desplegaba algunos papeles, y leía otros, ella lo miraba, desafiante. “Que obediente eres. Ahora solo falta que te levantes e inventes otra estupidez acerca de mí”, reclamó, al tiempo que se aclaraba la garganta y los ojos. Él ofreció una disculpa, con miradas y expresiones faciales propias del remordimiento que cargaba. La tensión era tal que, motivados por las ganas de salvar la situación, intentaron una especie de acercamiento.

Él, dejando de lado los papeles. Ella, colgando sus resentimientos. “A veces me odio, cuando consigo que te sientas como ahora”, dijo por fin, alejando el silencio del cuarto. Ella frunció el rostro, solo lo suficiente para demostrar que "a veces" no era lo que esperaba escuchar. "Tengo miedo", se escuchó por la esquina donde ella aguardaba. Arreglaba su cabello castaño, quería sentirse coqueta y así olvidarse que había llorado delante de un hombre. Ajustó sus aretes, más para asegurarse que siguieran en su lugar. No necesitaba maquillaje. Las lágrimas no podrían borrarle el encanto, o al menos eso pensaba él, mientras miraba como ella, en la esquina opuesta, ordenaba su belleza. “Hablamos en otro momento, ¿Quieres?”, sentenció con firmeza. Poco después, como prediciendo que no habría ninguna escena – por parte de él – que la obligue a quedarse otro instante en aquel cuarto, cruzó la puerta y se alejó.

Él volvió a doblar las rodillas, esta vez solo lo necesario para que su cabeza se descargue en medio de ellas. Ahora era él quien rompía en llanto. “Bien, de veras que bien”, se remordía sujetando sus cabellos. No era para menos. Una hora atrás, ellos disfrutaban del placer de abrazarse, recostados al borde de su cama. Ella acercaba sus labios contra los de él, sin tocarlos. A él le fascinaba tener que buscar los de ella, aunque estos volvieran a alejarse y le den la impresión de alcanzarlos nunca. Fue entonces que, la imposibilidad de permitirse una plenitud junto a ella, descontrolaron sus palabras: "¿Sabes? La verdad, deberías buscar otra forma de besarme. Quiero besos novedosos." Ella, más herida que indignada, se incorporó bruscamente. Retrocedió hasta encontrarse con la esquina. Él, como reflejo de lo sucedido, ocupó la esquina opuesta.

Ahora, a medida que el llanto mojaba las hojas que aguantaban su tristeza, se disculpaba repitiendo: “Yo también tengo miedo.” No fue hasta ese preciso instante que, al soltar una lágrima de rutina, encontró lo que su pareja le había pedido como retribución a su delito. "Instrucciones para llorar" de Cortázar, lo más cercano a un poema. Presionando el papel por la prisa que tenía por levantarse, rebuscó en su escritorio algo con que escribir una dedicatoria digna de un "lo siento". Estaba hecho. Ahora faltaba cobrar valor y cruzar la puerta para salir a buscarla.

Para ocultar su parcial desnudez, consiguió apenas colocarse una camisa, sin siquiera abotonarla correctamente. Afuera, muy cerca de alcanzarla, el cuerpo entero le temblaba. Cuando la distancia parecía desaparecer, muy decidido, pensó en un futuro obsequio para ella. “Si. Nos vendría de maravilla.”, dijo para sí, escogiendo por adelantado las "Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo", también de Cortázar. 

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