LA INQUILINA


MARIA ANGÉLICA ARANCIBIA

Esperanzado, nada tengo. Un viento,
acaso, que me enlaza a lo lejano.
(Rafael Guillen, poema la espera y esperanza.)

“Así como el paisaje puede cambiar y las estaciones responden a circulares ciclos de vida y muerte, algún día nos volveremos a cruzar...”

Eso era todo lo que se leía en aquella hoja arrugada. Trescientas sesenta cartas respondieron a aquella nota. Una para cada día. La trescientas sesentaiunava no existió.

Feriado de viernes santo. Alrededor de las nueve de la mañana, un montón de gente se posa aglomerada en la puerta de la casa; una construcción sobre la calle Alexandre, remodelada las veces necesarias como para sobrevivir al deterioro de décadas, y que resaltaba por su tamaño y los arces dispuestos como cerca, que desnudos aún, ostentaban brotes que anticiparan un frondoso verdor estival.

De pronto en la puerta principal se ve aparecer una mujer rolliza, es la dueña de casa, quien trae a su largo y negro gato apretujado por su grueso brazo contra el pecho. Perturbada por la muchedumbre, saca la mitad del torso por la puerta entreabierta y estira su brazo para colgar un pequeño letrero:
“Cuarto disponible para alquilar.”

—Intentó estrangularse —Se escuchó una voz gangosa— Anoche, pasaba en mi patineta y pude ver una sombra colgada, se movía como un péndulo, pero entre la soga y sus huesos, yo creo que ganó su peso. —Agregó al final con una mueca sardónica, el vecino pecoso que vivía en la siguiente esquina.

—Se va a ir directito al infierno, se los garantizo, ¿acaso no sabía que la vida es prestada? .Una gracia en deuda, —decía con ímpetu una señora famélica y canosa, aplastando con el pie el cigarro que había terminado recién de fumar, persignándose azorada mientras hablaba.

—Yo que creí que ese cuarto con una sola ventana no era habitado —Agregó el abuelo del frente perplejo rascándose la barbilla, quien cada mañana al igual que muchos se asomaba a su ventana, contando los días para salir a celebrar el preciado sol primaveral, convirtiéndose en razón de alegría colectiva después de un largo y blanco invierno.

— ¿Qué se llamaba? ¿Y si era una espía? ¡Imagínese! deberíamos denunciar a cualquier sospechoso, por el bien de la comunidad— Agregó la cajera que atraída por la curiosidad había dejado su tienda abandonada.

Toda la cuadra ya tenía algo nuevo de que hablar, y pasaban por la calle mirando la casa
vieja con cierta curiosidad morbosa. Pero yo, no tengo mucho que decir, sólo doy testimonio de los acontecimientos sucedidos antes de que haya vacancia para un nuevo inquilino, antes de aquel viernes santo.

Puedo ver aún muy nítida a Matilde, la inquilina del segundo piso. A veces el evocar es como releer pergaminos bajo la llovizna; pero ella está tan fresca, como mezcla reciente de concreto y al tocar su memoria, temo queden impresos rastros inevitables de mis huellas.

Como toda buena criatura hecha de hábitos, Matilde dejaba después de la quinta taza de café el escrito del día encima del escritorio-comedor; alzaba la mirada para escudriñar velozmente todas las vasijas, al final cualquiera podría ser urinario, en vez de tener que salir al baño que era común para los inquilinos del piso.

Evitaba salir de su pequeño cuarto; pero lo hacía cuando su humor se expandía, era necesario todo un ritual para recuperar la corporeidad y salir de allí como ser humano.

—Cuanto tiempo tendríamos si no tuviésemos que ocuparnos de tantos orificios —protestó, apretando los muslos— ¡Nadie a la vista! —Y salió Matilde al baño corriendo en puntillas, arrancando desdeñosos crujidos al reblandecido piso de madera de aquella casa solariega.

Matilde dejó de ir a trabajar, el clima ya no podría ser excusa. El invierno se retiraba, y de él quedaba trozos de hielo sucio en las aceras que se iban adelgazando con lentitud.

— ¿No pagas impuestos? ¡No aportas a la economía¡ estas a un lado de la sociedad, podría creer que “no existes”. —Dije en voz alta; pero ella ni siquiera parpadeó ante mi comentario.

Parecía haber perdido el interés por las cosas materiales. Como un espectro, se asomaba a la ventana, luego la veía escurrirse hasta la cocina común —cuando los demás inquilinos se habían salido— para hervir granos de maíz. Podría decir que a veces en algo se parecía a mí; otras, deseaba que se mudara y deshabitara este espacio.

Creo haber sido tolerante. Una vez soplé con fuerzas las cortinas, las hice suspender, y flamear como tentáculos de seda, cuando no era posible brisa alguna para justificar aquello. ¡Nada! sólo obtuve una aparatosa carcajada. Infló las mejillas, exorbitó los ojos y escupió todo el café en las cortinas. Confieso que nunca me sentí tan abochornado, sin embargo había algo en ella que domesticaba mi naturaleza.

Afuera se oía gritos y golpes, era la dueña de casa que peleaba en los pasillos con la escoba y su gordura. Seguro el gigante y viejo gato, mi eventual compañero de juegos, se enredó entre los hilos del vestido de su ama. Venía a barrer la puerta de Matilde para recordarle cuando pasaría el basurero y el número de meses de renta sin pagar.

—Estas porquerías sólo me hacen más tonta, ¿a quién le gustaría andar adormecido? — Interrumpe la voz Matilde para vaciar un frasco de pastillas al inodoro, haciendo muecas burlescas. A veces cuando me guiñaba un ojo, me hacía al desentendido. La veía recitar con mil ademanes para luego cantar quejidos de soledad, y yo, a su lado como audiencia.

Matilde no sólo apilaba recetas médicas como servilletas viejas, y dibujaba bosquejos sin forma, sino que tenía esa costumbre de llenar todo el espacio con cachivaches siguiendo sus oscilantes humores.

Colgó bruscamente el teléfono y en el rostro de de Matilde se dibujo un gesto que no supe reconocer.

—Va a llegar, ¿cuándo es viernes santo? —Alzó la voz, se veía algo contrariada, tenía adormecida las piernas, pues llevaba horas sentada en su escritorio frotando sus dos orbitas congestionadas y ojerosas. No me gustaba verla así.

—Habrá recibido tus cartas, habrán cruzado el mar. — Le dije— “Pues nada eres si no tienes amor” eso oía seguido decir a algún anterior inquilino. Lo peor sería que nadie ya crea en ti. Pero, ¡espera! esa persona, la que dices que va a llegar y tú esperas, ¡cree en ti¡ Tienes que ponerte bien Matilde. —Agregué con algún tono de entusiasmo.

Y después, como si Matilde fuese capaz de sintonizar mis buenas intenciones, pude ver un brillo repentino en sus ojos. Les digo: a partir de ese día, algo cambió en ella.

Pocos días antes de viernes santo, Matilde, la inquilina del segundo piso, traía en manos esa hoja arrugada. Era usual encontrarla de tiempo en tiempo, con los ojos fijos en cada oración, como hechizada por los sonidos que aquellas palabras hacían en su mente: “... algún día nos volveremos a cruzar”

Matilde parecía tener casi todo listo para ir al susodicho encuentro, guardó la trescientos sesentava carta escrita en su respectivo sobre. “El me dijo que llegará el viernes muy temprano” repetía incansablemente .

Con los primeros rayos del sol, vi a Matilde volver a leer aquella hoja ya tan gastada, la sacudió como queriendo arrancar las palabras escondidas entre las fibras del papel. ¡Nada! ni una sola letra más, ninguna luz que revelara lo que mezquinaba su vista, ni entendimiento que desnudara el artificio de las palabras. Dejó la hoja en la cama. Al parecer, esta había enmudecido en el sótano de su cabeza.

Dio el último sorbo a su cuarta taza de café, tal vez en la quinta encontraría la codiciada lucidez que da respuestas, pero sólo sintió un ardor en el pecho y el fastidio del sudor recorriendo los surcos de la piel. Sacudió tres veces el puño, sin lograr una sola palabra en el papel.

Matilde intentó leer unas líneas de Romanos 14 “Sostenme con un espíritu voluntarioso” mientras el corazón le temblaba acaso reconociendo algo parecido a la felicidad entre tanta congoja y mil cosas que ya no supo reconocer.

Confieso sentí lastima por ella. Volvió a tomar esas medicinas y parecía ser que se esforzaba. Sabía que me escuchaba, pero últimamente ya no me tomaba en cuenta, y yo Yerba Mala Cartonera
Cuentos de Trinchera detesto no me tomen en cuenta. Aburrida para mi gusto, igual que el resto, su alrededor se hizo más triste y sombrío aún, como si el espantar las alucinaciones la hayan dejado demasiado vacía. Ya sentía que su presencia me irritaba.

Matilde no encontraba palabras para escribir una siguiente carta, la trescientos sesenta y uno. Lo había hecho una para cada día. El sonido del teléfono la devolvió de sus cavilaciones

—Sí, entiendo, es lejos... —Parecía que contenía la respiración, mordiéndose los labios hasta sangrar. Sospeché en ese momento, que ese podría ser el inicio de uno de esos juegos que solíamos disfrutar a veces, pero no.

— ¡No vendrá! —Gritó Matilde, destrozando todo el cuarto, que hace segundos como nunca lucía muy bien ordenado, haciendo añicos el vestido de niña que pensaba usar.

Atizó en el basurero todas las cartas y al final tomó a la hoja arrugada, la estrujó en su puño, luego con pesar alisó el papel con ambas palmas y la humedeció con lágrimas.

—Odio estos segundos de lucidez, los odio porque duelen. Y el dolor de la locura no tiene cura. —Dijo al final como si hubiese encontrado un gran entendimiento de las cosas. Y mientras aquella débil llama en los papeles del basurero tendía lentamente su sombra como un indiferente bulto más.

¡Pobrecilla! Matilde no debió creer. Es que para los humanos estas nimiedades parecen tan importantes. Pero saben, es curioso, en ese momento, tuve un sentimiento muy raro, me ruboriza confesarlo.

—La vida parece ser un frágil equilibrio, ¿no Matilde? —Logré decirle al oído, le obligué escuchar. —Querida niña, ¿sabes? nada fue al azar. Qué decir del teléfono que en tu cuarto nunca se llegó a instalar, y de la hoja color arrugada que dijiste llegó por correo, cuando en realidad entró por tu ventana una tarde lejana, traída por el viento, ese que silba en los recovecos, y lleva en su regazo las hojas secas otoñales. Tú recogiste la hoja amarillenta de papel, y simplemente la hiciste tuya con avidez, escribiendo cartas que hablan de esperar. ¿Las cartas? ¡Oh sí! si estiras tu brazo, te darás cuenta que están apiladas junto al desfiladero de frascos vacíos de café, debajo de tu cama —Y esto último que dije creo que ella ya no alcanzó a escuchar.

Les digo, ella era ya miserable, no merecía ya ser de carne. Esto fue todo lo que aconteció, nada más que confesar. Y yo aún sigo aquí, en la antigua casona sobre la calle Alexander, esperando... puede que hasta tú seas un próximo inquilino para habitar. 

HUMECTANTE


DRINA ROCABADO H.

Llegas de prisa al cajero automático y hay alguien dentro la cabina, parece que es su primera vez porque demora horas en salir, te acomodas a unos cuantos pasos de distancia, dejando espacio para que las personas pasen caminando delante sin tener que bloquear la vereda, tienes prisa, tu jefe tiene una reunión en media hora y espera que su eficiente secretaria este ahí tomando apunte de todo, para colmo te toca un ignorante en maquinas, ¡Que fastidio!

Llega otra persona que se acomoda convenientemente cerca a la puerta del cajero sin tomar en cuenta que tú estás primero en la línea, apoya su pie en la pared, acomoda su brazo en la cintura como en una posición de artista de película y te envía una sonrisa ridícula.

Sin ningún reparo, comienza a mirarte de pies a cabeza, sientes que sus ojos se están paseando sin permiso alguno sobre cada milímetro de tu cuerpo, se fija en tus pies desnudos que están protegidos por unas delicadas sandalias de tacón alto, no disimula su antojadiza mirada al ascender por tus piernas al descubierto, tu falda de corte sastre que es bastante corta impide que se detenga mucho por entre tus piernas; no sabes cómo sacarte de encima a ese mequetrefe, estas totalmente incomoda con su lasciva mirada, te mueves mirando a otro lado, intentado llamar a la oficina, pero el aprovecha para explorarte por la espalda y la curvatura final, te sientes acosada con esos ojos libidinosos que prácticamente te asaltan, el se detiene sin ningún pudor a zambullirse en tu amplio y profundo escote que muestra
mucha piel para los ojos curiosos.

Te sientes incómoda con ese tipo en frente, atinas a sacarte el pinche puntiagudo del moño que le haces notar con tono agresivo arreglándote tu impecable cabellera recogida, que sientes él ha husmeado también. Llevas tu mano a tus lentes como si estuvieras dirigiendo y ampliando la visión al espécimen ese y lo miras seriamente, tratas de poner la cara más desagradable posible, de tal modo que deje de mirarte, darle además el mensaje de que no eres del tipo de mujeres que hace amistades con desconocidos y menos aún en una cola de cajero automático, peor con esa calaña de desubicados.

- No te preocupes tú estás primero, dice él, a las Reinas no se las hace esperar

Te fastidia su forma de hablarte, sin que lo note lo revisas de pies a cabeza, pasando tu scanner visual sobre él, y catalogándolo. Zapatos negros completamente lustrados, pantalón de vestir a cuadros, totalmente fuera de moda, una desprolija corbata, cabellera corta y desaliñada, caspa sobre la camisa, tiene pinta de oficinista, te llama la atención a gritos su camisa descolorida totalmente transpirada en las axilas y de inmediato te repele, imaginariamente te pones un gancho en la nariz. El no deja de mirarte, tu le respondes con una sonrisa irónica y chocante.

Por fin es tu turno para entrar al cajero, y al caminar hacia el cubículo notas como él te devora con la mirada. Tratas de hacer tu operación bancaría lo más rápido posible, porque tienes encima la mirada lujuriosa de ese sujeto que parecería atravesar el vidrio del pequeño espacio en el que te encuentras. Te está observando sin ningún disimulo, lo imaginas antojándose de tus formas.

Sales rápidamente y te lo topas esperándote con una tarjetita en la mano.

- Para cualquier cosa, Corazoncito.
- No; gracias -atinas a decir
- Chau, Mamita -te dice como si nada

Sales disparada de ese lugar con la mirada acechadora del sujeto sobre ti.
Te preguntas ¿Qué se habrá creído? ¿No se dará cuenta lo ridículo que es? ¿A qué tipo de mujeres les gustarán esta clase de hombres? ¿Creerá ese personaje que va a conquistar mujeres de esa forma? ¡¡ Baboso!!

No puedes desalojar de tu cabeza al individuo ese particularmente esa su mirada cazadora como zorro al acecho, esa contemplación a tus formas por demás lasciva; antojadiza, complacida, como si estuviera esperando saltar en cualquier momento sobre su presa y devorarla entre sus fauces.

Mientras caminas, tus pensamientos te llevan hacia atrás nuevamente, al cajero automático, lo imaginas entrando en él torpemente y haciendo un ruido en la boca, juntando los dientes y aspirando el aire, como si estuviera absorbiendo algo: “sssssss”.

Ricura- te dice y se pega bruscamente a ti por la espalda, sientes su boca jadeando en tu oído, de repente su lengua esta paseando por los pliegues de tu oreja, y percibes su aliento a ajo y cebollas del almuerzo de hace horas, seguro que no sabe que existe el hilo dental y el cepillo de dientes. Te toca tus desnudos brazos y sientes sus manos pegajosas y traspiradas humectando tu piel y desalojando tu loción de albaricoque. El sigue y tú estás inmóvil, no quieres ni respirar siquiera. Torpemente baja por tu espalda con los brazos, bruscamente te levanta la falda y de repente, sientes una mano que te esta tocando el hombro, te das la vuelta bruscamente y es el tipejo de nuevo.

- Insisto en que te lleves mi tarjeta, Preciosura

Tomas el cartón, das la vuelta y te vas pensando que nunca se sabe de donde provienen los momentos más intensos. 

DE LÁGRIMAS Y RODILLAS


ANTONIO AYALA

A Samily

¿Cuál es tu problema?” –Se escuchaba desde el otro lado del cuarto– “Si tienes ganas de pelear, no tengo por qué escucharte.” Él la miraba, ahora en silencio, con el reproche entre los dientes, interrumpido por aquella pregunta que tanto conocía. Adivinó, con ajustada seguridad, que la pregunta no exigía respuesta. Ella, con mucho esfuerzo, se llevaba las manos al rostro. El llanto que derramaba parecía no avergonzarla, en absoluto.

Una blusa verde con un ligero escote, el pantalón ajustado como a él le gustaba y unas zapatillas cafés que solo ella podría calzarlas con tanto carácter, eran el condimento ideal para alimentar el malentendido. Él sabía que, al otro lado del cuarto, estaba ella: solidariamente atractiva. Alguna vez discutieron de manera similar, pero nunca – hasta ahora – tuvo que enfrentarse a ese llanto tan frío e inescrutable que veía en ella. Normalmente ella disimularía sus lágrimas, sinónimas de una debilidad inaceptable para su orgullo. Esta vez no sería necesario. Un sentimiento ajeno a la tristeza, era el causante de tan salada manifestación ocular. "Si tienes algún poema en el bolsillo, ahora sería buen momento para obsequiármelo", le dijo, más resignada que expectante. Él dobló las rodillas hasta alcanzar el suelo. Una vez acomodado, empezó a revolver los papeles que allí se encontraban, esparcidos y arrugados, indistintos al contenido. Recordaba que algo parecido a la exigencia de su pareja, descansaba oculto en su desorden, mientras desplegaba algunos papeles, y leía otros, ella lo miraba, desafiante. “Que obediente eres. Ahora solo falta que te levantes e inventes otra estupidez acerca de mí”, reclamó, al tiempo que se aclaraba la garganta y los ojos. Él ofreció una disculpa, con miradas y expresiones faciales propias del remordimiento que cargaba. La tensión era tal que, motivados por las ganas de salvar la situación, intentaron una especie de acercamiento.

Él, dejando de lado los papeles. Ella, colgando sus resentimientos. “A veces me odio, cuando consigo que te sientas como ahora”, dijo por fin, alejando el silencio del cuarto. Ella frunció el rostro, solo lo suficiente para demostrar que "a veces" no era lo que esperaba escuchar. "Tengo miedo", se escuchó por la esquina donde ella aguardaba. Arreglaba su cabello castaño, quería sentirse coqueta y así olvidarse que había llorado delante de un hombre. Ajustó sus aretes, más para asegurarse que siguieran en su lugar. No necesitaba maquillaje. Las lágrimas no podrían borrarle el encanto, o al menos eso pensaba él, mientras miraba como ella, en la esquina opuesta, ordenaba su belleza. “Hablamos en otro momento, ¿Quieres?”, sentenció con firmeza. Poco después, como prediciendo que no habría ninguna escena – por parte de él – que la obligue a quedarse otro instante en aquel cuarto, cruzó la puerta y se alejó.

Él volvió a doblar las rodillas, esta vez solo lo necesario para que su cabeza se descargue en medio de ellas. Ahora era él quien rompía en llanto. “Bien, de veras que bien”, se remordía sujetando sus cabellos. No era para menos. Una hora atrás, ellos disfrutaban del placer de abrazarse, recostados al borde de su cama. Ella acercaba sus labios contra los de él, sin tocarlos. A él le fascinaba tener que buscar los de ella, aunque estos volvieran a alejarse y le den la impresión de alcanzarlos nunca. Fue entonces que, la imposibilidad de permitirse una plenitud junto a ella, descontrolaron sus palabras: "¿Sabes? La verdad, deberías buscar otra forma de besarme. Quiero besos novedosos." Ella, más herida que indignada, se incorporó bruscamente. Retrocedió hasta encontrarse con la esquina. Él, como reflejo de lo sucedido, ocupó la esquina opuesta.

Ahora, a medida que el llanto mojaba las hojas que aguantaban su tristeza, se disculpaba repitiendo: “Yo también tengo miedo.” No fue hasta ese preciso instante que, al soltar una lágrima de rutina, encontró lo que su pareja le había pedido como retribución a su delito. "Instrucciones para llorar" de Cortázar, lo más cercano a un poema. Presionando el papel por la prisa que tenía por levantarse, rebuscó en su escritorio algo con que escribir una dedicatoria digna de un "lo siento". Estaba hecho. Ahora faltaba cobrar valor y cruzar la puerta para salir a buscarla.

Para ocultar su parcial desnudez, consiguió apenas colocarse una camisa, sin siquiera abotonarla correctamente. Afuera, muy cerca de alcanzarla, el cuerpo entero le temblaba. Cuando la distancia parecía desaparecer, muy decidido, pensó en un futuro obsequio para ella. “Si. Nos vendría de maravilla.”, dijo para sí, escogiendo por adelantado las "Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo", también de Cortázar. 

CENIZAS


PABLO CÉSAR ESPINOZA

Ella llegó a su casa luego de cruzar la calle donde bajó del micro, que la paseó toda la tarde por la trancadera del mercado.

Donde cruzó las piernas (prendió su cigarro) pagó con billete y pidió más cambiado.

Donde los doncitos le silbaban y gritaban "mamacita",      mientras ella cerraba la ventana y descansaba los ojos, para encontrarse nuevamente sola, 
                   entrando por el living hacia el patio que da a la calle.

(Afuera: los bomberos ya casi apagaban el incendio de un micro).

CARTA A LAURA


MARIELA VARGAS

Querida Laura:

En mi afán de poder comunicarme con usted, por fin he encontrado el momento preciso para escribirle algo más que mis soledades. Me alegra poder contarle que en los últimos días me he visto rodeado de amigos que, si bien han dibujado una sonrisa en mi rostro, también me han causado momentos irritantes. No encuentro paz en los rincones de esta casa y, como si se pusieran de acuerdo, todos ellos desaparecen. Es en esos momentos cuando pienso en usted. Tengo que confesarle que me ahoga el miedo –espero comprenda– no por cómo se fue sino por lo sucedido. Sin embargo, el motivo de mi carta no es recordarle ese día.

La veo constantemente rondar por los pasillos, delgada, frágil y silenciosa, deslizarse por las escaleras, las habitaciones, la cocina y el living. A momentos vuelvo a escuchar el bolero desde su habitación, entonces corro extasiado y tan sólo encuentro la puerta cerrada. El miedo que en estos momentos me invade es el verdadero motivo de mi carta.

Desde aquel día no he vuelto a escribir; cientos de hojas permanecen sobre mi escritorio, otras sobre la cama, cada una con largas frases que no siempre concuerdan. He leído estas frases a cada uno de mis amigos que, a propósito, se han ido adueñando de las habitaciones. Ana y Luis ocuparon el cuarto de mis padres, que todavía mantiene la misma decoración, al igual que todas las habitaciones en esta casa, las cortinas azules, la colección de autos a escala, las perlas en un joyero de cristal, la estola rosa gastada sobre el espejo de mimbre. Y en el ropero: los vestidos de seda tornasol de mi madre, los trajes oscuros de mi padre, que aún mantienen su aroma a cigarrillo, y varias fotografías colgadas en marcos circulares; estas fotografías definen el límite entre los recuerdos y el presente, limite que he ido perdiendo durante los últimos meses.

Un día les leí mis relatos. Luis llevaba puesto uno de los trajes de mi padre y jugaba con la colección de autos. Ana se mecía con la estola rosa frente al espejo de mimbre, cuando terminé de contar el relato permanecieron en silencio, con la mirada fija, luego hicieron preguntas obvias, para evitar decirme que en realidad no me habían entendido.

Después intenté compartir mis relatos con María, que estaba en la habitación contigua, sentada junto a la ventana. Nunca comprendí cómo podía disfrutar de una habitación inundada por la humedad, llena de grietas en el techo y manchas amarillentas en las paredes. El olor a naftalina emanaba del baúl cuando lo abría para jugar con los camisones y los sombreros de paja. Se quedaba tardes enteras viendo las fotografías de los viajes de la abuela. Esa era la habitación de la abuela.

María me escuchó en silencio, cuando terminé, sonrió sincera y sutilmente. Las partículas de polvo a través de la luz de la ventana empaparon su rostro. Me acordé de usted que siempre comprendía mis relatos, y que yo disfrutaba de sus atinados comentarios acerca de los personajes, mientras usted dejaba el vaso de agua y las píldoras sobre mi escritorio después de haber tomado mi presión.

María no dijo nada. Vi a César que pasaba por la puerta. Salí y comencé a leerle mi relato. Ni siquiera me oyó. Él estaba convencido que descubriría los años de la casa sólo viendo cada una de sus grietas. De nuevo me encontré solo, con los papeles en mano junto a las escaleras. Entonces escuché el mismo bolero desde su habitación. Creí que había regresado. Bajé apresurado por las escaleras, tropecé golpeando mi cabeza contra el suelo.

Igual que aquel día, escuché el mismo bolero, recuerdo haber permanecido varios minutos en el piso antes que usted apareciera con el rostro sudado y el pelo alborotado, antes de que me levantara del piso asustada, me llevara al living y deslizara compresas, alcohol y algodones por la herida de mi rostro varonil y desgastado.

Ese día estuvo tan cerca mío que agradecí el dolor que sentía en el cuerpo. Tengo que confesarle que comencé a preguntarme por qué escuchaba un bolero tan triste. Me llené de ansiedad y tristeza por no saber qué le sucedía. Siempre tenía el mismo sueño: usted bañada en lágrimas sobre la cama. Maquinaba en mi mente situaciones en las que la tenía entre mis brazos, limpiándole esas lágrimas y besándola. Cada vez que oía el bolero me quedaba junto a la puerta sin valor para acercarme.

Espero que usted se sienta feliz por mí. Mis amigos me han llenado de momentos agradables en los últimos meses; cada mañana iniciaban un juego nuevo junto a doña Francisca, que venía a hacer la limpieza –seguro recuerda cómo balanceaba su cuerpo robusto. Ellos se escondían en el baúl de la abuela, en la cocina, detrás de la enredadera de los ventanales del living, mientras yo abría la puerta y me escondía detrás de María. Doña Francisca se la pasaba gritando y buscándome, sin comprender cómo una sola persona podía causar tanto desorden. Entonces me dejaba ver para que se iniciara el juego. Ella trataba de embestirme como un toro enfurecido por los pasillos, mientras me gritaba que estaba loco, hasta que resbalaba y al fin reíamos a carcajadas porque la habíamos vencido.

Querida Laura, he vivido días felices en los que la lucidez no era un problema. Hace dos semanas fue mi cumpleaños. César hizo una cena exquisita, Ana y Luis decoraron el living con flores, llenaron las paredes con los listones que hicieron de los vestidos de mi madre. María se encargó de la música, puso unos discos de jazz que había encontrado en el baúl de la abuela. Nos deleitamos con la comida y un licor de menta, pasamos toda la noche a media luz. Ellos escucharon cada uno de mis relatos con atención. Después salimos al jardín, gozamos del cielo con la viveza de sus estrellas y permanecimos acostados en el jardín. Me quedé pensando en usted hasta el amanecer, en su delicadeza, sus cuidados y su tristeza. No quise lastimarla Laura. No quise entrar a su habitación aquel día, hubiera preferido jamás descubrirla así.

Pero el motivo de mi carta es, como le dije, el miedo que me ha invadido desde esa madrugada. Mis amigos han decido jugar con mis nervios: desaparecen en las habitaciones, en los trajes, en el espejo de mimbre, en el baúl de la abuela y en las grietas de las paredes. Ellos se han convertido en polvo. No quiero juzgarla como lo hicieron todos. No quiero hablar de lo que dijo mi hermana ni de los chismes de las vecinas.

Quiero hablarle del momento en que abrí la puerta y observé su rostro extasiado, de los genuinos gemidos que dejaba escapar de sus labios –espero comprenda mi rabia. Siento rabia, no hacia usted sino hacia mí mismo, por destruir todo cuanto había imaginado. Descubrir a ese hombre que introducía en la casa sin que lo sospechara. Verlo con los pantalones abajo, meciéndose sobre usted que apretaba su espalda con las piernas. Me odié tanto al descubrir que el bolero era una excusa para cubrir sus gemidos. Lamento haberla golpeado, haberme encerrado, que llegara la policía, que mi hermana la echara de esa forma y la noticia en el periódico, lamento la sangre derramada sobre el piso.

Esta es la razón por la que he sido tan extenso en mi carta: el miedo. Porque los pensamientos me invaden, porque no sé hasta cuándo me dure la lucidez, porque mis amigos han desaparecido y, gracias a ellos, el médico me ha dado su ultimo veredicto, porque voy a quedarme estancado, porque el tiempo pasa y las personas como usted continúan, porque ahora mi único oficio es escribir sobre un viaje hacia la nada.

Espero que esta carta llegue a sus manos. 

CADA VIAJE


JUAN PABLO SALINAS

Como si alguna consideración tuviera cabida al momento de abordar un colectivo, como si el tamaño de semejantes aparatos tuviera que ver con la comodidad del pasajero y como si la espera, pasajera también, se detuviera a marcarle un nuevo minuto al tiempo. Así divagas, cabeza, en la esquina, mientras varios son los que al caer la noche esperan.

En una esquina del centro de la ciudad, parado, Juan observaba los vehículos pasar como las manecillas del reloj de la catedral: circunspectas e indecisas. Una familia se impacientaba a unos metros de él, reubicando su posición en función de la aceleración del colectivo que venía bufando sobre la calle. Valga saber que sobre ella no importaban los límites y tampoco las señales. Lo único importante era llegar. Cada vez más se sumaban a esa carrera incontrolable, un juego de manos, pies y putazos. Tal la suerte del tráfico al puntear la noche que se tendía sobre las techos y las plazas. Las 7 de la noche, confirmaba una doña mientras pasaba, y Juan calculaba 20 minutos ya de espera.

La misma invariable esquina, pensaba, entre bocinas y Bob Marley al esperar el colectivo después de clases. Se apostaba a sí mismo si esa noche el semáforo podría detener a las máquinas. Pudo verlo aproximarse humeante a lo lejos. Un vuelco de volante, estremecimiento en la calle y una familia subió desordenada a media cuadra. Con el último pie adentro, arrancó el colectivo elevando sus ruedas contra el viento y al volante el chofer con orgullo: "El lobo del aire". Juan lo observaba estirando el brazo. Cuando parecía pasar de largo, en un movimiento brusco y devastador crujió y se detuvo para ofrecerle la puerta lo suficientemente cerca como para que, encogido de hombros, se lanzara y entrara.

Un pie sobre la escalerita y el acelerador encontró su más profunda ubicación. Juan ofreció una moneda, el chofer en dos movimientos la observó, dudó, la acomodó y finalmente resolvió el conflicto con un vistazo en el retrovisor. Estudiante, suspiró respirando tranquilo y subiendo el volumen de la radio que reconfortaba el viaje con tono grotesco y estimulante.

Juan adentro, caminaba indeciso sobre el pasillo buscando la mejor ubicación para sentarse, mientras sus zapatos lamían los chicles pegados en la plataforma y luchaban por mantener el equilibrio hasta llegar al asiento. Existía una exótica degustación en el metal del que se aferraba para mantener el paso y al sentarse, haciéndose más intensa la sensación interna del colectivo, miles de historias sumidas en el vaho que exudaba el cuero se introducían en la nariz de Juan.

Luces intermitentes de colores revelaban miradas sugerentes. Juan se acomodó la mochila sobre las piernas, había sido un día largo, y deslizó sus ojos por los costados. La señora de al lado lo observaba y con parca mirada indagaba dentro sus ojos, descendiendo por el cuello y bifurcando su mirada a la altura de los hombros, para recorrer los brazos y encontrar una mano oculta en la oscuridad que Juan reservaba entre sus piernas. Está debajo la mochila, rezongaba la Señora, arrebatada con el rítmico movimiento de ésta, mientras las luces recuperaban su estabilidad y revelaban mujeres pegadas en el techo y en las paredes que se dejaban pasear por los ojos de todos. Las mujeres sentadas se inquietaban. La mochila de Juan se batía en un movimiento incontrolable y la señora demostraba tensión en sus labios, a punto de. Esquina!!! Juan parecía haber encontrado lo que buscaba y entre sus manos un pequeño libro abría sobre su regazo. En la tapa había trazos de rojo, líneas amarillas y el colectivo se detenía en verde. La señora de al lado se tranquilizó, Juan la miró con resolución.

La avenida llena de luces, el colectivo apenas se movía, todos volvían a casa o la abandonaban, otros solo soñaban con ella y por el centro de la ciudad las luces corrían como si se persiguieran unas a otras. Juan observaba por el vidrio, lo empañaba y dibujaba pequeñas espirales. Al frente dos señoras intercambiaban miradas, carcajadas y una que otra palabra. Reían por inercia, por aburrimiento, por que el colectivo no se movía, luego repasaban las caras de los pasajeros y detenían los ojos sobre Juan, desatando una estrepitosa carcajada.

Desde atrás ¡Parada! Un niño iba por delante, otro berreando en los brazos de su madre o su hermana, en los brazos de una mujercita que hacia malabares para guiar también a un adolescente, que ausente de cualquier sentido de orientación, se aferraba a una de sus tetas y la seguía hasta la puerta. Borracho, masculló una señora y una sacudida puso en movimiento a la maquina.

Condorito etiquetado, consejero de buen viaje y poseedor de una admirable paciencia, comentaba un Señor detrás de Juan, mientras se acomodaba un sombrero de ala inflando los pulmones. ¡No escupas por la ventana! hazlo adentro ¡No ensuciar la movilidad! Entonces cágate por la ventana y en los pasajeros que van atrás. Así remataba el adolescente de su lado, mientras Juan observaba las viñetas ese dedo que apuntaba culpando, mucho más rígido que los demás.

Había un hedor a cuello juvenil en el pasillo. Largas clases inútiles y pocos tópicos interesantes, apuntaba una estudiante que después comentaba algunos tópicos legales de interés para los otros estudiantes que la circundaban afirmando cada frase que terminaba. Cierta actitud de roña en los pasajeros parados y una actitud cobarde y estreñida en sus ojos, el sabor a metal debe estar oxidándolos, reflexionaba Juan, mientras observaba las manos colgadas de las barras asidas al techo. Sentía que el espaldar era una lengua que babeaba sus costillas y las vértebras de todos los sentados.

El colectivo ya había abandonado el embotellamiento y aceleraba respirando por las ventanas, parecía inflarse. Las cabezas se batían tratando de no desfallecer antes de su parada. Todos se habían callado y a esa velocidad cualquier comentario parecía un desatino. Juan no podía bajar y ya se acercaba su parada, el viaje se le había hecho pesado, lo aplastaba, no podía pararse y pensaba improvisar una parada, con el próximo que baje se decía mientras cruzaba las manos.

¡Me Lo parA! Una mujer se paró y acomodando su blusa le hizo una seña a Juan. Aquí es donde bajo, decía Juan liberado de peso a la señora de al lado que lo miraba con fastidio y despego. Siguió a la mujer por el pasillo calculando no acercarse demasiado, atento a cualquier movimiento que confirmara su más oscura sospecha. Ella llevaba unos zapatos enormes que pisaban todo lo que encontraban a su paso, mientras sus hombros especialmente anchos volteaban a los pocos que quedaban maltrechos a su paso. Graciasss entre carraspeos pasando por el flanco del chofer dijo mientras se agarraba el cabello al
bajar por las escaleritas. El chofer la observaba con desconfianza y calentura, y detrás de ella, Juan aprovechaba también, llegando rápido a la escalerita, mientas una persona interrumpía su bajada. Juan siguió a la mujer con la mirada mientras ella caminaba torpe sobre la acera, deteniéndose a la altura de un poste en posición de espera. Juan se hizo a un lado mirando extrañado a la persona que lo
interrumpía y le decía: Juan que estás haciendo. Juan extrañado, extendiéndole una mirada de confianza le respondía: En casa te cuento. 

ASESINO DE PÁJAROS


AHMED EID V.
I
Debíamos ir a caminar al Tunari a las cinco de la mañana. Pero aún así decidimos dar una vuelta por la ciudad en la noche, observando a los ebrios beber felices en las calles. Quería estar como ellos. Acepté ir al campo porque no había nada mejor que hacer.

Carlos llevó a su novia, quien iba a hacer la caminata por primera vez. La novia llevó a una amiga que tampoco había hecho el recorrido. Que frustrante es caminar al lado de una persona que no deja de quejarse y de otra que continuamente repite lo alucinante que le parece el paisaje. También iban con nosotros un par de gringos, esos que se van de Bolivia, maravillados con la gente y con su forma de vivir. Supongo que les emociona ver una miseria distinta a la suya, pero a veces es irritante su actitud de fascinación ante la nuestra. Los gringos se hablaban en inglés; pero cuando alguno de nosotros les decía algo, uno de ellos tartamudeaba una respuesta en español rústico, muy breve.

Nos detuvimos a descansar. Uno de los yanquis, Bennett, llevó marihuana, y me preguntó si quería acompañarlo a fumarla. Le dije que sí. Nos alejamos unas buenas decenas de metros del resto, Bennett me dejó empezar y así nos fuimos pasando el porro entre nosotros. Luego sentí ganas de ir a orinar.
Me fui tras un árbol, de esos que soportan nuestras meadas a sus pies y excreté. Preocupado, después, por ofender al árbol, pensé que sería mejor no regarlo con pis; dirigí mi chorrito unos cuantos centímetros a la derecha, oriné sobre una piedra triangular.

Al volver con el gringo, vi un pequeño pájaro negro muerto sobre el pasto, ausente en el viaje de ida al baño. Creo que el animalito llevaba muerto hace un par de días, porque tenía unos cuantos gusanos que se alimentaban de él y varias moscas que le sobrevolaban. Me pareció que debía haber sido muy feo mientras vivía. Supuse que no era algo que los turistas debían ver, por lo tanto decidí enterrarlo. Hice un pequeño hueco con mi pie, le di unas cuantas pataditas al pájaro para que entre y empecé a echarle tierra encima; al cabo de un rato, escuché una aguda y juvenil voz:

-¿Qué estás haciendo?

Era la novia de Carlos.

-Nada. Entierro a un pájaro que encontré muerto.
-¡Ay qué asco! Era que lo dejes ahí nomás.
-Ya casi termino.

Ella se fue caminando muy rápido. Terminé de enterrar al pájaro, y volví. Ya no encontré a Bennett y me uní con el resto de grupo. Él estaba con ellos. Emprendimos el camino de regreso. Yo caminaba solo. Pájaro de mierda.

II
Acudimos a mi tío porque era veterinario, pero además no nos iba a cobrar. Nuestro perro era grande y blanco, por eso se llamaba Gandalf. Tenía alrededor de 4 años de edad y nunca había cruzado. Nos dijeron que por eso le habían crecido esos tumores en los genitales.

Al principio era simplemente triste verlo intentar rascarse. Cuando empezó a enflaquecer ya era insoportable. Mi tía quería llorar al ver su comida despreciada. Decidimos llamar a mi tío cuando el perro intentó extirparse los tumores a mordiscos.

-¿Y qué más hay que comprar?
-Nada más. La jeringa y la inyección nomás.
-¿Una ampolla es suficiente?
-Si hijo. Una ampolla alcanza.

Gandalf era un perro grande. Mi primo y yo intentábamos mantenerlo quieto y él no dejaba de moverse. Cuando logramos sujetarlo contra el suelo, mi tía le cubrió la cabeza con un gorro. Él seguía quieto. Mi tío le inyectó la jeringa cargada con la mitad de la ampolla. Cuando lo soltamos, Gandalf empezó a moverse como borracho por toda la casa. A los quince minutos cayó al piso. Ya no respiraba.

Mi primo y yo no tuvimos ganas de cavar sólo al imaginar el hueco que debíamos hacer para enterrar a Gandalf, decidimos echarlo a un basurero. Al día siguiente tenía que ir al Tunari con mi amigo Carlos y unos gringos.